Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer. Juan 15.5
En su alegoría sobre la vid y los pámpanos, Jesús estaba casi seguramente pensando en Israel, la vid selecta que Jehová había plantado en Canaán, y asumiendo la continuidad entre Israel y la nueva comunidad de Dios. El mensaje esencial de la alegoría es que el propósito del Señor para los suyos es que sean fructíferos, así como la función de la vid es producir uvas.
Es sorprendente cuántos cristianos imaginan que ser fructífero significa ser exitoso en ganar personas para Cristo. El evangelismo es, sin duda, una parte muy importante de nuestro llamamiento cristiano. Pero si cotejamos a las Escrituras consigo mismas, las uvas en el viñedo de Dios eran la justicia y la rectitud, y en el Nuevo Testamento el fruto del Espíritu es la semejanza con Cristo. Ver Isaías 5; Gálatas 5.22–23; y Colosenses 1.10.
¿Cuál, entonces, era el secreto de llevar fruto? El primer factor es la poda de la vid. Dios es un infatigable horticultor. Poda cada rama que lleva fruto para que pueda llevar más fruto. Esta poda es sin duda una escena de sufrimiento, y la poda es un proceso drástico. El arbusto o la mata se cortan al ras, generalmente en otoño. Para el que no conoce, parece un acto demasiado cruel. A veces se deja un tocón, desnudo, rasgado, herido y mutilado; pero cuando regresan la primavera y el verano, hay mucho fruto. Es evidente que la cuchilla podadora tan dolorosa ha estado en buenas manos. Así, en el camino a la santidad es virtualmente indispensable alguna forma de sufrimiento.
El segundo secreto para ser fructífero es que las ramas ‘permanezcan’ en la vid. En esencia, ser cristiano es estar ‘en Cristo’, orgánicamente unido a él. De modo que permanecer en Cristo es mantener y desarrollar una relación que ya existe. Más aun, es una relación recíproca, ya que permanecemos en Cristo y Cristo en nosotros. Para que Cristo permanezca en nosotros debemos permitírselo, es decir, para que sea cada vez más lo que él es, nuestro Señor y Dador de vida: ‘Permanezcan en mí. Aférrense a mí. Apéguense firmemente a mí. Vivan en comunión íntima conmigo. Acérquense más y más a mí. Pongan en mí sus cargas. Arrojen todo su peso sobre mí. No se suelten de mí ni por un instante’. Ese es el secreto, explica J. C. Ryle.
Para continuar leyendo: Juan 15.1–8