Llevaron a Jesús a un lugar llamado Gólgota … A continuación, lo crucificaron.
Marcos 15.22, 24
En uno de sus discursos, Cicerón describió la crucifixión como ‘el castigo más cruel e indignante’. Más adelante dijo que hasta la palabra cruz debía estar lejos, no solo de la persona de un ciudadano romano sino aun de sus pensamientos, sus ojos, y sus oídos. Por eso no resulta sorprendente ni accidental que los evangelistas se mostraran tan cautos al escribir. Lo único que dicen es que ‘lo crucificaron’, y no dan ningún detalle descriptivo.
Sin embargo, sabemos por otras fuentes que el prisionero era puesto sobre su espalda; que sus manos, sus muñecas o sus brazos eran clavados contra el patíbulo (el travesaño de la cruz); y que luego se elevaba a la cruz hasta su posición vertical y se la dejaba caer en el pozo preparado para calzarla.
Pilato hizo colocar sobre la cabeza de Jesús un ‘título’ en arameo, latín, y griego, donde se leía ‘JESÚS NAZARENO, REY DE LOS JUDÍOS’. Los líderes judíos intentaron persuadir a Pilato de que cambiara la expresión y dijera que Jesús decía ser el rey de los judíos, pero Pilato se negó a hacerlo.
Poco a poco la multitud se fue diluyendo. Los soldados echaron suertes sobre la ropa de Jesús, y las mujeres, llorando, seguían contemplando a Jesús. Algunos sacerdotes y escribas también se habían quedado y se burlaban de Jesús, diciendo: ‘A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar; si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él. Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere’ (Mateo 27.42–43). Parte de lo que decían era verdad. Él podía haber ejercido poder divino para descender de la cruz, pero lo que no podía hacer era salvarse a sí mismo y a ellos a la vez. Para salvarlos a ellos debía permanecer en la cruz y morir.
Así, ‘la cruz’ pronto llegó a referirse no tanto a una forma de ejecución sino a la manifestación del evangelio de la salvación. El apóstol Pablo pudo escribir: ‘lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo’ (Gálatas 6.14).
Para continuar leyendo: 1 Corintios 1.17–25