Entonces se acercaron y echaron mano a Jesús, y le prendieron. Mateo 26.50
Días atrás intentamos discernir la motivación de Judas. Hoy observaremos cómo se fue desplegando su complot para traicionar a Jesús. La historia en su conjunto muestra, de qué modo en la providencia divina se entrelazan el propósito divino y la acción humana.
Cuando sale del huerto de los Olivos en Getsemaní, Jesús tiene claro que no hay alternativa a la cruz y ya ha rendido su voluntad a ella. Había preguntado: ‘¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre’ (Juan 12.27–28). Él está preparado para el siguiente acto en el drama. Llega al huerto un destacamento de soldados armados, enviados por los jefes de los sacerdotes y conducidos por Judas, ya que estaba familiarizado con este lugar de encuentro. También les había dado de antemano la señal de un beso. La única protesta de Jesús fue que él no estaba dirigiendo una rebelión, sino que había estado enseñando a diario en los atrios del templo, donde podrían haberlo arrestado.
Pero Pedro no estaba en absoluto dispuesto a aceptar el arresto de Jesús. Igual que en Cesarea de Filipo, aquí también seguía rechazando el concepto de un Mesías que pudiera sufrir y morir. Esta vez no solo lo proclamó; se lanzó intempestivamente a la acción: desenvainó su espada y arrancó la oreja de Malco, el sirviente del sumo sacerdote. Jesús le dijo que guardara su espada, y agregó: ‘¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? ¿Pero cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?’ (Mateo 26.53–54).
Es muy impresionante ver a Jesús poniéndose de manera intencional bajo la autoridad de las Escrituras del Antiguo Testamento. Debía ser traicionado, arrestado, rechazado, condenado y, finalmente, ejecutado. ¿Por qué debían suceder esas cosas? Porque así estaba escrito en las Escrituras.
Para continuar leyendo: Mateo 26.47–56