Entonces Jesús les dijo otra vez: “¡Paz a vosotros! Como me ha enviado el Padre, así también yo os envío a vosotros.” (RVA) Juan 20.21
Cuando decidimos seguir a Cristo, respondiendo a su llamado, Él se convierte en nuestro maestro y preparador, pero todo ello con un único fin:
“enviarnos”, tal y como el Padre le “envió” a Él.
Enviarnos como agentes de reconciliación, como embajadores, como administradores, como testigos de su Gracia, como muestra de su amor
incondicional. Enviarnos allá donde tanta necesidad hay, desde nuestro vecindario, hasta el último rincón de este planeta, donde podamos “hacer justicia, amar
misericordia y caminar humildemente con nuestro Dios” (Miqueas 6.8). En definitiva, enviarnos como misioneros llevando el Evangelio impregnado en nuestra mirada, en
nuestros actos, en nuestras palabras, en nuestra vida, donde cada día caminamos, trabajamos, reímos o lloramos. Pues ese lugar, donde estás, es la tierra fértil que
anhela la siembra. El crecimiento, el fruto, lo dará el Señor.
Al igual que los primeros discípulos, conscientes de que tenían que llevar adelante la misión de Jesús, después de que le vieron ascender a los cielos y sabían
que su presencia física ya no estaría con ellos, nosotros podemos sentirnos también desconcertados, abrumados y sobrepasados. ¿Cómo podremos, en nuestra
naturaleza humana, unirnos a la gran obra de Dios redimiendo Su Creación?
Pero Él tiene un Plan, y en este Plan ha decidido contar con nosotros, contigo y conmigo. No, no, el maestro no nos ha dejado a la ventura. Nos ha dado su
soplo divino por el que recibimos el poder del Espíritu Santo en nosotros, y, como el mejor entrenador, nos ha dado instrucciones muy claras para llevar adelante la
misión, justo antes de salir al terreno de juego:
Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo, y enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado. Y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.”
Mateo 28:18-20