Para el cristiano todas las circunstancias de la vida, pequeñas o grandes, deberían ser la ocasión de sentir la mano sabia y llena de amor de su Padre celestial. Que me suceda una cosa feliz o triste, Dios quiere que la considere como un mensaje de su parte.
Antes de abrir mi correo, puedo preguntarme: «¿Qué quiere Dios enseñarme?». Me anuncian una visita: «¿Qué voy a recibir, o a dar, de parte de Dios?». Y si se trata de un acontecimiento importante, con mayor razón trataré de vivirlo con Dios. Debo someterme a una operación: él quiere enseñarme a confiar más en él. Si Dios me da un hijo: ¿estoy presto a criarlo para él? Un ser querido se va: Dios quiere compartir mi pena y hacerme experimentar la realidad de sus consolaciones.
En el fondo, todo lo que sucede en la tierra –cambios políticos, conmociones económicas, catástrofes naturales– está bajo su control; nada debe dejarme indiferente. Satanás intenta privar al creyente de tal convicción, persuadirlo de que las circunstancias de la vida son debidas a la fatalidad; pero nada me sucede sin la voluntad soberana de mi Dios.
Comencemos cada uno de nuestros días con este pensamiento grabado en nuestro espíritu: Dios está presente en todo lo que me va a suceder. Pidamos al Señor: “Hazme oír por la mañana tu misericordia”. Luego, a lo largo del día: “Hazme saber el camino por donde ande” (Salmo 143:8).
“¿Quién será aquel que diga que sucedió algo que el Señor no mandó?” (Lamentaciones 3:37)