“Por tanto, aceptaos los unos a los otros, como también Cristo os aceptó, para gloria de Dios”
(Romanos 15.7)
Uno de los aspectos más característicos del amor, de la unidad, de las relaciones sanas, es la aceptación. Pero ¿qué significa realmente “aceptar” a alguien? ¿Es quizás acercarnos a la otra persona de manera incondicional? ¿Es admitir que “el otro” tiene los mismos derechos que podamos tener nosotros? ¿Es reconocer que toda persona es digna por el mero hecho de serlo y que esa dignidad nada ni nadie se la puede arrebatar? Sí, pero no solo eso, va mucho más allá.
Aceptar en el sentido bíblico, se refiere a recibir a alguien. Es como hacer que otra persona que llega a tu casa, sea bienvenida, se sienta totalmente cómoda cuando entra, se vea como uno más de la familia, se le comparta el espacio, el tiempo, el hogar. Es hacer que “el otro” forme parte de nuestra vida, es poner en práctica el amor de manera incondicional, extender nuestra mirada más allá de nosotros mismos, y ver al “prójimo” con los ojos de aquel que nos acepta, nos acoge, nos sostiene y nos lo ha dado todo gratuitamente, a pesar del alto costo que ha supuesto. Se trata de mirar con la mirada de Cristo, que siempre traspasa las debilidades, los fallos, las malas decisiones, y llega hasta lo más profundo del corazón humano, invitándonos a cada uno, de manera personal a asirnos firmemente a Él y dejar que su paz, que sobrepasa todo entendimiento nos cubra, incluso en los momentos más difíciles de nuestra vida.
Se trata de un grado de aceptación difícil de encontrar en nuestro contexto social hoy en día, donde la intimidad se guarda celosamente y las personas pueden vivir muy próximas, pero muy lejanas a la vez. Donde la soledad es una de las peores realidades, y por la que pasan muchos ancianos, que incluso, en ocasiones, llegan a fallecer sin que nadie les eche en falta. Es por eso, que la iglesia ha de desempeñar su función de ser comunidad, de ser cuerpo, de ser familia capaz de aceptar, de recibir, de compartir el dolor, la alegría, los retos, las pasiones… en definitiva, la vida.
¿Realmente estamos dispuestos a mirar “al otro” con una verdadera y genuina aceptación? ¿sin prejuicio ni juicio? ¿con el ejemplo de Cristo?
Paloma Ludeña