“Entonces Pedro tomó la palabra y dijo: En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas” (Hechos 10.34) (BTX)
“Era una joven llena del primer amor, estaba rebosante y gozosa pues había descubierto que Jesús era el único camino, verdad y vida. Tenía una vida muy difícil, había dejado su trabajo como ‘striper’ recientemente, y todo un mundo de nuevos retos y luchas se presentaba delante de ella.
Con esa emoción entró aquel día a una cafetería, y vio a ese grupo de chicas, alegres y aparentes, que hablaban de Él, de ese Jesús que acababa de conocer. Era su oportunidad de contactar con nuevas amigas, que creyeran lo mismo que ella, que hubieran vivido lo mismo. Necesitaba compartir con personas que la entendieran, que compartieran el fuego que sentía en su interior, y que le ayudaran en este nuevo camino por el que comenzaba a vivir.
Se acercó con sigilo, con admiración. Pensó: ‘algún día seré como ellas, me libraré de este pasado incierto y me mirarán como a ellas, no como a una cualquiera, no con intenciones deshonestas’.
Entonces, cuando se acercó y les saludó, todo su ser se vino abajo. Sus miradas se clavaron como puñales en su alma, sus espaldas hablaron por sí solas y las palabras que habían comenzado a salir de su garganta se ahogaron en ella. Quedó indefensa ante un grupo que la ignoró, la rechazó, la apartó, la excluyó. Es verdad que su ropa no era adecuada, no tenía otra, y además no podía comprarse nada mejor. Total, había vestido así mucho tiempo. No creía que eso fuera importante. ¿Es que acaso no veían lo que estaba pasando en su corazón? ¿No veían que ahora era una nueva criatura, que estaba revestida de Cristo? Sus lágrimas afloraron lentas, surcando un rostro que unos minutos antes sonreía gozoso ante la expectativa de poder compartir y afianzar su fe”.
Esta es una más entre miles de historias que nos llevan a reflexionar sobre el tremendo daño que una “religiosidad” mal entendida puede hacer en la vida de las personas. El apóstol Pedro tuvo que entenderlo cuando vio, nada menos que a un centurión romano, símbolo de la opresión y del paganismo, buscar anhelante a Cristo, y llenarse de Él. No era algo fácil de entender para él como judío, pero tuvo que reconocer que el Evangelio rompe fronteras, tradiciones, paradigmas, y sobre todo incluye en él a todo el que, con un corazón sincero, busque y decida hacer a Cristo dueño de su corazón.
Nadie queda excluido, Dios no lo hace. ¿Lo hacemos nosotros? ¿Lo haces tú?
Paloma Ludeña