“Hermanos míos, no hagáis acepción de personas en la fe de Jesús el Mesías, nuestro Señor de la gloria” (Santiago 2.1) (BTX)
Son palabras fáciles de pronunciar, nos sorprendemos afirmando que aceptamos a todo el mundo, pero cuantas veces nuestros pensamientos y actos no están de acuerdo con ello. La aceptación incondicional requiere de honestidad, de voluntad y de poner en práctica el amor por encima de lo que sentimos.
Jesús, comenzó a enseñar confrontado al pueblo con mucha sabiduría, especialmente a aquellos escribas y fariseos que habían hecho de la religiosidad su forma de vida. Si había persona más repudiada, odiada y rechazada por el pueblo judío, eran los recaudadores de impuestos, los publicanos, que se aprovechaban de su situación para enriquecerse y colaboraban con los extranjeros invasores (romanos) o con la administración de los crueles Herodes. Pues a uno de ellos llamó para que le siguiera, a Leví, a Mateo, que sin dudarlo lo hizo (Marcos 2.13-15), y no solo eso, sino que se fue de comida con él, con otros publicanos, con pecadores y con sus discípulos. ¡Menudo grupo!, desde luego a Jesús no le importaba nada “el qué dirán” pues tenía muy claro su propósito. Me imagino que podrían pensar los cuatro pescadores (Simón, Andrés, Jacobo y Juan) que dejaron sus redes para seguir a Cristo (Marcos 1.16-20) y que habrían tenido que pagar seguramente impuestos abusivos a aquellos publicanos con los que ahora estaban compartiendo mesa (Marcos 2.15).
Los religiosos del momento, fariseos y escribas miraban la escena con pavor. Jesús estaba incumpliendo todo lo que un maestro o rabí debería considerar. Según la tradición, quedaría “impuro” por sentarse con “gente impura”. Era un auténtico escándalo. Seguramente les hervía la sangre de ver semejante escena. Es entonces cuando Jesús, con autoridad, con una increíble precisión en las palabras y con mucha sabiduría pronuncia las siguientes palabras: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los que están enfermos. No he venido para llamar a justos, sino a pecadores” (Marcos 2.17).
Es necesario que reflexionemos bien sobre esta enseñanza. Cuántas veces juzgamos, apartamos y nos alejamos del “pecador”, sin tener en cuenta que la maldad no entra en el hombre, sino que sale de nuestro corazón, que todos estamos errando en el blanco, que nadie es justo sino solo Cristo.
Nuestra congregación, nuestra casa, nuestra vida ha de estar abierta a recibir y aceptar precisamente, con más énfasis, a aquellos que necesitamos escuchar, compartir y vivir el amor de Dios. No cerremos nuestras puertas y nos quedemos dentro los que “creemos” estar sanos, pues nos perderemos la presencia cercana, viva y profunda de Jesús en nuestros corazones.
¿Con quién compartimos nuestra mesa, nuestra vida? ¿Qué personas necesitan más al Señor? ¿Son aquellas a las que procuro llegar, amar, bendecir?
Paloma Ludeña